domingo, 27 de septiembre de 2009

Pensando en Carmen De Grossi.

Eres la casa a donde siempre vuelvo.
Tu corazón, mi casa.
Tu corajudo y suave amor, mi casa.

Has sido protección y palabra segura.
Espejo en el que verme.
E imagen de la cual distanciarme.

Te he sentido correr a la velocidad del viento.
O quedar detenida, colibrí en la tarde,
para verme pasar por donde fuera.

Han sido tuyos todos los tamaños
y todas las edades.
He sido tu hija desde todos los ángulos.

A veces se me ocurre
que tienes un pacto con el tiempo.
Mi historia circular pasa por ti.

Viene de la arena.

Esa mujer joven viene de la arena.
Atravesó las dunas para llegar.
Lleva el cabello liado en un turbante de tela colorida.
El rostro es exótico y sereno.
Sus pies descalzos, firmes y morenos, mantienen el ritmo armonioso y acompasado de las fuertes y elásticas piernas
Alrededor de sus caderas, gimen las faldas de colores en las que viene envuelta. El torso largo y esbelto está ceñido por una blusa blanca de mangas largas y abiertas, cruzado por un rebozo fuerte, hecho en algún telar a mano. Dentro de esa especie de hamaca que oficia de cuna, hay un niño. No se le ve. No se sabe qué sexo tiene. Pero es pequeño y seguramente duerme al latido del corazón materno.

Entra en el mercado como si tuviera alas. Todo se arremolina para mirarla. Las verduras le gritan desde las mesas de madera; las frutas echan sus jugos a rodar; las hierbas aromáticas se encienden a su paso y entreveran el aire; alcoholes y granos exhalan su perfume a tierra; las harinas de maíz o de trigo, de soja o de centeno, se ponen a flotar al sol tiñendo las partículas del aire con sus leves matices; zapallos y papayas se abren como libros y explotan, escupiendo letras parecidas a semillas.
Ella ríe y camina con levedad entre los puestos buscando algo con la fresca mirada. Una mano acaricia al hijo y la otra vuela como una mariposa acompañando el giro de las faldas.
El aire está caliente y espeso de olores. El sol que en su canícula graba dibujos ardientes en el polvo de la calle, no la agobia. El mercado hierve de latidos y voces. Ella parece levitar o ser llevada por una cinta transportadora en medio del gentío y el ruido.
Al pasar cerca de las aves, los guacamayos, los tucanes y los loros, echan a chillar. Se para. Los mira. Se lleva un dedo a los labios y les señala el niño con la vista. Los pájaros se esponjan, se callan, se suavizan. Entonces les agradece sin emitir palabra. Gira y sigue su camino.
De pronto se detiene. Destella. Una sonrisa le abre los ojos y la boca. Parece haber encontrado lo que busca.
Colgados hacia arriba, venciendo la fuerza de gravedad, algunos con restos de sus vestiduras violetas, otros aún verdes, esperan su hora de madurez.
Elige del cacho los más dulces y amarillos. Paga su peso. Coloca los plátanos en una de sus faldas a la que ata con gracia a la cintura y desanda el trayecto alegremente, para volver a entrar en la duna.
Ya es, en la lejanía, apenas una mota dorada, un punto movible velado por el calor que viene de la arena.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Me está diciendo.
















Voy en ómnibus atravesando el desierto.
Soy una mota en la pálida inmensidad que sube y baja, que me contempla en este valle, en este mar interminable de orillas blanquecinas. Por donde miro se levantan montañas enormes de arena caliza. El cielo está claro. Todo está solo. De pronto me doy cuenta que estoy emocionada, emocionada. Percibo una energía que me eriza la piel. El desierto está irradiando fuerza. Me está diciendo que aquellos cuarenta días y cuarenta noches, existieron.

Con los brazos abiertos.

La tarde temprana agita leve mi corazón.
Abro la puerta de hierro de la cocina para ir al fondo mientras las bisagras maullan.
“Necesitan aceite”, pienso.
Cruzo el espacio de arena y pinocha que guarda memorias de mi infancia en su casi imperceptible olor a mar. Una racha de aire hace rumorear los álamos. La bicicleta está allí en el galpón. Brilla su claridad verde agua. Regreso con ella, un murmullo más entre los otros.

Antes, diligente, ayudé a sacar la mesa, me lavé los dientes a conciencia, hice los deberes de inglés.
Nada que poder reprocharme.
Ningún escollo que dé al traste mi plan de escapar a verlo.

Sé que mamá no quiere que salga.
No se lo he dicho, pero ella parece adivinar a donde voy. Lo percibo en su rostro contrariado; en la severísima mirada azul que me alerta de algún peligro que desestimo; en su cuerpo imponiéndose a mi salida en la puerta de la casa, como una valla más que debo animarme a cruzar.
Desde los bordes de mi piel se levanta un aura sensitiva, casi eléctrica. Me pongo en guardia y espero. Pero ninguna palabra nace de su boca para prohibirme la salida. Entonces me aprovecho.
Pongo cara distendida, inocente. Le sostengo la mirada. Aprieto los punteros voluptuosos de goma blanca del manillar de mi bicicleta Humber. Su solidez inglesa es mi punto de apoyo contra el mundo adulto que quiero y rechazo; es el cable a tierra por el que descargo los nervios escondidos que me hacen sentir la temperatura real de la sangre; es el escudo volador para mi cita clandestina.
La sensación de deslizarme por un tobogán jugando entre dos tiempos es potente, me emborracha. No quiero tener precaución.

En realidad no estoy enamorada de él sino del otro, del Viejo, del que dirige el grupo, pero aún no lo sé.
Alcanza con atreverme a ir al encuentro de Ramón. De sus gastados veinticuatro años con mis inefables catorce. De su historial de padres desconocidos, su niñez en el Consejo del Niño, su piel mestiza. A descubrir qué es lo que me atribula en su risa madura y reluce como un puñal en la dentadura perfecta.

-¿A qué hora volvés? -pregunta al fin mamá.
-Al rato –digo, y dejo la frase colgada de la tarde.


Traspaso el umbral y apenas avanzo por el caminito de piedra laja mi pie derecho toma posesión del pedal que protesta suave mientras mi pierna izquierda se levanta automática colocándome definitivamente al timón de mi aventura.
El sonido de las delgadas gomas se escurre entre el cemento liso de la calle. El pelo se me revuelve. Siento desvanecerse el calor excesivo de las mejillas y la angustia del pecho. Lo está borrando el viento que provoco al surcar el aire lento del barrio cada vez a mayor velocidad. Mis piernas enfundadas en los vaqueros azules marcan ahora el compás de mi corazón. Me siento libre.
Me afirmo en el asiento de cuero y sus elásticos responden a mi peso.
Suelto el manubrio.
Con los brazos abiertos, extendidos, soy un ave.
Mis alas rozan las puntas de los árboles.
La calle Decroly, su engañosa pendiente, me conducen mientras mi alma verde viaja errante sobre el mundo.

Los ojos de Juan.

Refulgían las barandas del puente como piezas de plata recién bruñidas.
San Sebastián, toda blanca de frío y alba de luz, se desperezaba ante nosotros.
Tres niños, dos adultos, despuntando vocación de turistas inmigrantes, de pie, desayunábamos pastas. Cuando los rostros se nos atirantaron de tanta belleza helada, resolvimos volver al auto. El Mazda refunfuñó. Lo dejamos calentar mientras no atinábamos a girar en dirección a la frontera.
Enorme, de uniforme azul y blanco, impecable, apareció de la nada.
Se nos heló la sangre.
-¿Cómo salimos agente? –preguntó Carlos con voz neutra.
-¡Pues métase de culo! ¡Y ya!- señaló un espacio entre dos autos, -¿Vale? –y sonrió amable.
Una risita ahogada quebró la tensión del silencio. Me volví.
Los siete años de Juan alertaban pícaros y asombrados desde sus ojos marrones:
“¡El mundo está al revés! Acá los policías son personas y dicen malas palabras”