viernes, 27 de noviembre de 2009

El tejidito


Intento escribir como si pretendiera comenzar un bordado sin haber preparado el tambor ni los hilos; sin haber elegido los colores; sin saber qué imagen plasmar en la tela.

No he podido capturar mi tiempo interior, ni domarlo, ni amansarlo. Mucho menos acariciarlo o juguetear con él hasta alinear el alma.

Y no es porque la imagen de Penélope no sea tentadora. Al contrario. ¿Tal vez sea ella la que me ha paralizado? O este tiempo de cambios, no sencillo para la escritura.

¿Quién sabe? Porque tejer y bordar lo he hecho desde niña. El recuerdo aparece. Pispea sobre el hombro y se estira. De pronto está aquí, dirigiendo mi mano.

Estoy sentada en el banquito liso de madera dura al costado de la cama de abuela. Sin moverme casi. -Y es que este banco tiene vida propia. Con sus dos alas puede despedirte hacia el suelo jugándote una mala pasada-. Hay luz pero la habitación igual parece oscura. El parquet exhala aroma a ceras. Me gusta este cuarto. Tiene olor a abuela.

—Quiero hacerle una bufanda a Pancracio— le he dicho.

Entonces ella ha puesto los puntos y ha tejido la primera carrera. El punto tiene un nombre loquísimo: santaclara. Me encantan sus nuditos enlazados.

Con las agujas de tejer en las manos intento pasar la hebra de lana añil entre ellas. Estoy concentrada en el desafío. Las agujas grises, lisas, brillantes, suenan suaves. Me deleita su opaco sonido. Tiene algo de opulento.

El tejido que ha ido naciendo entre mis manos toma un movimiento raro y divertido. Pero igual no me deja conforme. Sé que debiera de bajar elegante, y que eso quiere decir: como una tela, toda de un mismo tamaño. Y el mío es un mapa, un acordeón, o acaso una nube gorda.

No importa. Puede abrigar mejor a mi muñeco de trapo que siempre tiene dolor de garganta. Pero sé que no está bien y le pido a la abuela que lo deshaga. Son apenas siete u ocho carreras que han ido creciendo alocadamente azules. La abuela quita el tejido de la aguja y tira de la lana. Los puntos se disuelven en el aire como aritos de una escritura que se desenrosca con un sonido pequeñito, repetitivo y áspero.

Queda temblando un polvo blanquecino y hay olor a lana alrededor nuestro.

Recomienzo. Presto más atención. Las agujas Aero tintinean con su apagado entrechocar discontínuo. La lana ha quedado rizada y se rebela. Abuela mira mi obstinación. Yo siento su mirada y sigo intentándolo. El pulgar y el índice de mi mano derecha lentamente van rescatando un ritmo. Clavan la aguja, suben el hilo, lo enredan por delante de la punta, lo hacen deslizarse, la aguja cabecea, se retira y ya está: he hecho nacer el punto. Luego toda la carrera. Vuelvo a empezar. Tengo que estar atenta. Voy y vengo. Cada vez con más soltura. Escucho tararear a la abuela. Parece contenta. Yo también lo estoy.

«La bufanda de Pancracio va a quedar linda», pienso.

La tarde lavanda se estira tejida entre mis manos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Así es mi papá.

Sus ojos son como el mar en verano; la sonrisa parece la luz brillante de una estrella fugaz y tiene una gran nariz que parece una torre. Su pelo es opaco y enrulado y combina con su barba. Sus brazos, fuertes; las manos son delicadas al hablar; la espalda es como un cielo estrellado por las pecas que lo identifican.

Su voz fuerte y breve; sus sentimientos son como los de un árbol; a veces no dice sus pensamientos (pienso que lo hace para no lastimar); la mirada concisa al hablar; nunca te dice no, es algo bruto a veces; reacciona con calma ante cualquier cosa; te ayuda en lo que puede.

En cuanto llega a casa cocina como un chef. Tiene la breve costumbre de enfrentarlo todo. Es muy responsable, le gusta cumplir con todo y con todos, (bueno en realidad puse lo que és, no sé mucho de costumbres).

Yo elegí a mi papá porque me parece que es muy importante en mi vida: lo es, lo fue y lo será...

TE AMO, PA.