domingo, 8 de abril de 2012

Bitacora

Hace unas noches volvimos a Bitácora, la casa de barro en La Ballena.
Casi diez años pasaron desde la última vez que estuvimos con C. y  R. ¡Diez años! Ya no recuerdo como dejamos de vernos. Pero fue un buen reencuentro. Cálido, abrigado por esa casa-cueva hecha en delicado equilibrio con las entrañas de la tierra. Sus interioridades siena, ocre, marrón, grises blanquecinos, calamocha, se te echan encima en cuanto entras.Te atraen, te conectan con la madre tierra, chozna de todos lo seres, humilde y terca sostenedora de la vida. Origen y final de todo.

Si por casualidad se te había olvidado en alguna vuelta del camino, allí está la casa en La Ballena para recordártelo de la mejor manera. Porque es un homenaje a la vida, a la evolución, al apego. Tiene la cualidad de todas las casas: se mantiene con encanto discreto; es independiente de quien la habita, inaccesible, y no te deja olvidar de dónde venimos y el cierto futuro hacia el que vamos.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Bicentenario (I)

Había que estar. ¿Cómo perderse ese festejo?
Aún a sabiendas que los espectáculos -el fútbol en primer lugar- se ven mucho mejor en las trasmisiones, y se disfrutan más los detalles.
Quebrando las ganas de quedarme en el medio del campo, serena, sin apretones, ni pies ardientes, ni dolores de cintura, me puse en movimiento. Algo bullía dentro que me pedía emparejarme con la gente, tomarle el pulso a la calle, bañarme de uruguayez, estar ahí, simplemente.
Elegir en una grilla exultante de ofertas contrapuestas fue difícil. Pero una cosa tenía clara: no podía perderme La fura dels Baus. Ya me lo había dicho mi amiga Irene y para mí su palabra es sagrada.
Así que anduve entre dos luces por medio Montevideo totalmente desierto, hasta desembocar en el Palacio. Ahí la cosa comenzó a moverse. Ya se veía gente en grupos, de a tres, cuatro o más, andando ligero, dirigiéndose por la gran bajada con el sempiterno mate y el paso comunitario que nos invade a los uruguayos cuando de congregarse se trata. Una corriente de empatía comenzó a calentarme el alma.La noche se desplegaba como una muchacha dispuesta a seducir.
Tras muchos desvíos atraqué frente al antiguo Teatro Odeón, detrás del Victoria. Ni pizca de miedo. Cada uno en lo suyo pero cuidadoso de los demás. Es lindo sentir eso cuando andas por Montevideo en la noche.
Desandé los desvíos e ingresé a la avenida por la calle Colonia. La plaza se abría como un manojo de flores, como una fuente colorida que colgaba en el cielo farolitos chinos de papel de seda. Una luz cálida bañaba a la gente que yendo y viniendo o despatarrada en el pasto, armaban un impresionante mosaico en movimiento.
Desde la esquina el Cuarteto sonaba genial. Claro que no los veía. Traté de acercarme a la pantalla pero eso implicaba perder el buen sonido, así que regresé, me subí a la raya amarilla y desde el centro de la calzada dejé que la gente y la música me hicieran imaginar lo que, allá abajo y lejos, sucedía. Me emocionaba ver que era pura juventud lo que me rodeaba. Todos sabían las letras. Entre el olor a tortas fritas, a dulzón clandestino, a churros, a cerveza, a ráfagas del olvidado humo del cigarro y la blandura de la noche, recuperé ese fervor mancomunado tan necesario.
Entró Gilberto y estalló en pedazos la timidez danzarina de mis congéneres. En la esquina abierta a la noche nos bailamos todo. Un padre larguilucho de pilot beige, pantalones adidas y guitarra colgada en bandolera a la espalda, bailaba con su hijita que no sé si alcanzaba los dos años. Su primoroso vestidito rosa giraba en el aire y la envolvía. La madre entraba y salía del baile agitando su ruana oscura como enormes alas. La niñita por momentos era una eximia danzarina que sabía llevar el ritmo con su cuerpo, el pulso con sus piesecitos y aplaudir a más no poder al final de cada canción. Y en otros, era un pajarito picoteando cuentas de colores por la vereda. Esta segunda personalidad complicaba a los bailantes padres y les hacía inventar toda suerte de malabares, pero eso sí, siempre al ritmo de Gilberto y su banda.
La música era un contagio que se desparramaba como un abanico. Toda la avenida danzaba, bailoteaban los balcones, se abrazaban y giraban los gurises, los amores, los amigos, los desconocidos, las luces, las almas.
Después de algunos bises Gilberto culminó y agradeció a Montevideo.
Con esa entrañable sensación rumbeamos hacia la plaza principal.

martes, 18 de octubre de 2011

Pasiones


A mi hija la ha acometido una pasión.
Su vida gira entorno a la historia del arte.
Más concretamente alrededor de Grecia. Grecia y su arte, Grecia y su arquitectura, Grecia, Grecia y más Grecia.
Sus mensajes del celular ahora transitan por:

¿Sabías que el peristilo asemeja árboles sagrados, que circunscriben al témenos?

o:
Acá estamos con Theo en la Facu de Arquitectura. Vinimos a ver la columna griega. ¡Es posta!

No hay vuelta que darle. Todo llega. Y es circular.

sábado, 8 de octubre de 2011

Mater dolorosa


Lo último que noto es un pie derecho que lleva un zapato de taco de mujer, puntiagudo, color sepia, algo retacón, con chapitas gruesas. Me quedo absorta mirándolo. La visión se acopla a mi retina, pegajosa; queda grabada en primer plano; no consigo despegarme de ella maravillada y asqueada a la vez. Detrás, en una nebulosa, el resto de la fotografía.

El frío desasosiego que me produce, va y viene como adherido a la punta de una banda elástica que se estira, llega a su punto máximo y se contrae. Un movimiento instalado en la memoria de la goma, que se sucede en la mía, sin interrupción, indefinidamente, hasta el hastío. No logro evadirme. Miro hacia otro lado, arrastro mis pensamientos al rincón de los subterfugios, intento ruidos internos, disuasorios, coloraciones, tretas, pero acabo dándome de bruces con la imagen una y otra vez. Me inunda una hostilidad sin cauce, un territorio gélido, una profundísima pena que cala hondo. Siento que se me enfría la piel. Siento negros los huesos. Un espeso hilo de acíbar cae gota a gota sobre mis órganos. Mastico el aire agrio, áspero, su olor a cal de moridero. Quedo atada al pequeñísimo detalle, a su mudo grito, a su fragilidad. Siento que se clava en lo más cruel de mi imaginación con sus infiernos conocidos. Lo que calla es lo peor. Lo que más pesa.

Como un galeón destartalado recalo en esa costa con el pasado a cuestas.

Alrededor la gente sigue el trayecto con pasos acongojados. Me uno a ellos. En cada vuelta, una evidencia mayor de la insanía, de la maldad, de la locura colectiva.

Entro al pasaje de los antiguos adoquines y en una esquina me topo con la fotografía en blanco y negro de la mujer. Ella parece el mascarón de una desquiciada nave al que la indecencia de los pecados que lo cercan, hiere, pero no logran doblegar. Levantada del suelo como una diosa trágica, la boca apenas apretada, con el niño que grita pegado a su regazo, su joven hermoso rostro de mater dolorosa mira, desde la vida de los dos que sabe perdida irremediablemente. Confía, desde el umbral de la muerte, la dolorosa dignidad de su mirada como legado de infinita ternura contra la barbarie. Siento la brasa viva de sus oscuros ojos alertando.

Las lágrimas, hasta ahí atenazadas, fluyen, me empapan en silencio, desconsoladas. Me encuentro y me diluyo en cada cuerpo hambriento, en cada espalda curvada de resignación, de impotencia, en cada humildad imposible de ser humillada. Las manchas aún frescas de mi memoria nos emparentan. Soy ese niño, esa vieja, ese hombre, esa mujer; aterrados, sufrientes, indefensos, alucinados, impotentes; partículas de polvo en la rueda de la demolición del mundo. Soy ese dolor. Y no olvido.

sábado, 27 de agosto de 2011

Partidas






Me levanté más temprano que de costumbre. Bastante más temprano. Como una figura troquelada me despegué del aire del cuarto y entré al frío ajeno e irreconciliable del baño en la madrugada; a su olor desacostumbrado; al masaje caliente de la ducha; al perfume cremoso de la pastilla blanquísima de jabón; al toallón también blanco, ya no tan suave al tacto, pero siempre con vestigios de sol. Me vestí y tendí la cama.

No hubo aromas de cocina, porque no tuve tiempo para desayunar. Sólo el imprescindible ritual del mate quedó en pie. Lo coloqué dentro de la matera, en su mundo de yerba, hasta poderlo compartir.

Salí a la noche húmeda, por la despensa. El bóxer apenas se removió; la gruesa cadena no alcanzó a frotarse contra la vereda; el olor de las heces suspendido a ras de tierra, ascendió con mis pasos, desfigurado entre hojas pisoteadas, pasto mojado y restos de comida de su estercolero propio. Levanté la cabeza. Ahí arriba, el aire oscuro aún no despuntaba el sabor del amanecer. Subí a la inhóspita camioneta que bufó al calentar el motor. Partí dejando atrás la casa aún dormida.

Entre dos luces, el auto corría carreras con la aurora y sus telones bajos y grises. El campo comenzaba a desperezarse nublado, como mi corazón. ¿Cuántas despedidas podemos soportar a lo largo de la vida? ¿Habrá medida? Bajé la ventanilla. El camino desprendía fragancias que sólo a esas horas alcanzan profundidad y volumen. Ensanché los pulmones intentando captarlas. Luego las perdí. Suspiré. Coloqué a Beethoven. Siempre me da fuerzas; me recuerda a mi padre. Su ausencia es, paradójicamente, una fuerte presencia en la que me protejo. Sonreí.

Hice un alto para recoger a Juan de una de sus múltiples despedidas. Con él, subió el calor de su alegre humanidad envuelta en una nube de tabaco. Después, ya en la casa, cargó las valijas, la mochila, la laptop. Se puso la celeste que le regalamos entre todos por su cumple hace unos escasos días -estaba decidido viajar con ella como atuendo imprescindible- le dio muchos besos a su adormilada abuela y salimos hacia la rambla.

Algunas gaviotas tempraneras planeaban como cometas durmientes en el aire salado. El cielo decidió romperse para hacer nacer un día de tonos rosa, alabastro y marfil. La resaca que llegaba del mar en olas revueltas, contrariaba esa estética e imponía su áspera música. Presente y futuro iban enlazados en nuestra mateada conversación. Al torcer en dirección al aeropuerto, la avenida y los viejos eucaliptus nos rindieron un oscuro homenaje en ese trayecto hacia el adiós.

Subimos por el párpado de concreto hacia las Partidas, en lo alto del gran ojo. Cruzamos las puertas obedientes que se abrieron soplando suave. Dejamos atrás el frío gris celeste y penetramos al espacio de acero, eficaz, aséptico, posmoderno. En los mostradores que correspondían al vuelo, la gente silenciosa hacía cola. Parecían no haberse escabullido aún del sueño. Hice el aguante mientras fue a reforzar con nylon las valijas, que retornaron transformadas en dos enormes y crujientes bombones de celofán verdoso. No hubo tropiezos a pesar de los kilos de más: las estrellas estaban alineadas.

En lo que fui a dar una vuelta por el baño, salió fuera. Al regresar lo vi a través de los vidrios fumando su último cigarrillo en tierras orientales. Lo observé hacer tres llamadas finales. A cada uno de sus hermanos. Reavivaba el amor y desafiaba la nostalgia. Juan se iba. Regresaba a México.

De pronto, por los altoparlantes, avisaron que los pasajeros con destino final México, no podrían abordar. Problemas higiénicos –así dijeron. Nos miramos casi divertidos. No era posible. Creímos haber escuchado mal. Nos acercamos buscando algún tipo de explicación que nos confirmara el error.

–Perdón señorita, ¿sucede algo?

–Declararon al DF en cuarentena. Y a todos sus aeropuertos: sobre el Pacífico, en el centro y también los del Atlántico, nos contestó muy segura una de las dos azafatas.

–¿Cuarentena? ¿Qué clase de cuarentena, por favor?

–Cuarentena infecciosa por Rabia .

–¡¡¡¿QUÉ?!!!

–La gente se volvió loca y se ha generado un atascamiento total en todas las vías de traslado. Carreteras terrestres, aéreas, vías fluviales, trenes, subterráneos, camiones, taxis, autos, peseras, calles y avenidas, plazas, shoppings… Hasta en tianguis y mercados. Todo el país es un gran caos.

–¿Cuándo sucedió?

–Hace unos minutos. Nos llegó la noticia e inmediatamente se la trasladamos. Lamentablemente no podemos dar más información.

Mientras lo decían, las muchachas se hacían cada vez más pequeñas, intentado no estar allí donde las había puesto el destino.

–¿Qué pasará con los pasajes? ¿Los cambiarán? ¿Quién nos irá informando?... ¡Pinches empleadas! masculló Juan y se las quedó mirando desencantado.

Las dos mujeres, enmudecidas, pedían misericordia con los ojos. Yo observaba la escena como si no estuviera involucrada, como si esperara algo.

–¡Hay que estar jodido!, dijo más sereno y me miró. Giró nuevamente hacia ellas y preguntó:

--¿Y se sabe cuándo arriaran la bandera pirata?

Por el tono irónico y casi juguetón de la pregunta advertí que había comenzado a rebobinar el hilo de la partida. Lo vi hacer un ovillo tenso y perfecto y guardarlo en algún lugar de su ser.

–Vamos madre, me dijo tomándome de los hombros. Nos han regalado un poco más de tiempo.

Cargó con los brillantes envoltorios y abandoné el aeropuerto acompañada.

domingo, 31 de enero de 2010

Azucenas inocentes


– ¡Volcó el florero y el mantel de la bisa está hecho una porquería! –

La voz enojada de mi hermana me llegó antes que su presencia.

— ¡Y yo no voy a volver a lavarlo! ¡Gata insufrible! Siempre igual. ¿Cuándo te dignarás educarla?— El rostro encendido, los ojos verdes, tormentosos, capaces de quebrar bombitas, las palabras subiendo de tono hasta casi llegar al grito.

La atmósfera se tornó espesa. La alegría que bailoteaba de la mano de un claro sol dentro de la casa, se esfumó. Hice un esfuerzo por recuperarla dentro de mí. No pude. Suspiré en silencio.

—Tá, tá. No te pongas así, Ruth. Es solo agua —le dije en un tono neutro. Levanté el florero azul de cristal y le devolví las azucenas que había traído del jardín en la mañana. Ellas, inocentes, seguían perfumando la tarde. El mantel de granité blanco, vainillado y bordado con delicadas florecitas celestes ya desvaídas por el tiempo, se había encargado de absorber el agua. Lo retiré. «No vaya a ser que en su enojo lo blanda como un trapo viejo y se dañe en serio».

En silencio, traje una franela. Recuperé la mesa a su brillo magnífico. Extendí una carpeta de crochet sobre ella y coloqué en el centro el florero azul con agua nueva. Las azucenas se exhibían como albas trompetas. El escenario quedó sin huellas.

Ruth me miraba ir y venir agazapada dentro de su cólera.

Se cortaba el aire con un cuchillo.

« ¡La conozco tanto! Si la enfrento y oso recordarle que la gata es de las dos, aunque siempre me haya preferido a mi, se viene el contragolpe. No tengo ganas de peleas. ¿Para qué?», me dije.

Ruth volvió al ataque.

—No. Yo no me pongo así. Es tu gata de mierda… —Y siguió hablando o farfullando. Pero yo ya no la escuchaba. Había decidido no entrar en el juego. ¿Quién sabe de qué cosas necesitaba realmente desahogarse? Miré más allá de ella. Detrás, las cortinas de voile ondeaban tenues cubriendo y descubriendo de a partes el jardín. Entonces, me escapé por la ventana.

Afuera, a las adelfas enloquecidas, parecían haberles nacido estrellas granates, blancas y rosadas.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Chiquilín

Lo veo avanzar sobre el terraplén, del otro lado de la carretera, apareciendo y desapareciendo entre el pastizal y las chircas altas .

Corre bajo el sol frío del mediodía, sin túnica, aunque es casi la hora de entrada.

La cabecita redonda, el pelo rubio rapado, el cerquillo golpeteándole la frente.

Lleva el pantalón cortito atado con un solo tirante y se adivina una camiseta por los múltiples agujeros de un buzo ya sin color.

Las piernas flacas de músculos pequeños tensados por el esfuerzo, emergen de unos chanclos que le exceden dos o tres tamaños. A cada tranco aparecen sus tobillos desnudos y la posibilidad de perder algún zapato en el terreno.  La goma de la honda cuelga nerviosa del bolsillo de atrás del pantalón.

Desde la ventanilla del ómnibus, límite cristalino del atronador murmullo escolar, observo su andar, la concentración en el camino, los cachetes arrebolados, la determinación en el gesto. Lleva en la mano izquierda una botella de vidrio de a litro, en la que salta y espuma un jugo espeso y violento.

“Otra vez el mandado para los padres es más fuerte que su derecho escolar”, pienso con rabia mientras alzo la mano para saludarlo.

-¡Villa García! –avisa molesta y rutinaria la voz del guarda mientras el 103 avanza hacia el destino cercano. 

La ágil figura se va perdiendo en el paisaje.  Su mano libre levantada a último momento. El vino centelleando al sol.

La campanilla sonará sin él. Hoy no entrará al salón ni su humor chispeante, ni su huraña ternura, ni la voz áspera y pendenciera que disparada entre los bancos como un alegre torpedo, trepa por las ventanas y huye al campo.

Y extrañaré irremediablemente el murmullo alegre de su canción preferida. Esa, que en realidad, habla de él.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Como pájaros abatidos

Es octubre. Estoy parada en el frente de la escuela.  No en el camino de entrada siempre helado en estos meses, ni en el portón de hierro bastante desvencijado, ni siquiera en el patio de adelante. Eso tendría lógica, pero no. No hay niños revoloteando cerca.

Estoy sola sobre las baldosas  amarillas del corredor techado que es a la vez entrada y salida, pasaje hacia los baños y hacia el patio posterior -rarezas de la arquitectura escolar.

El aire está frío y claro y alcanzo a detectar el  olor a humedad de la tierra desnuda allí afuera. Me arrebujo en mi capa buscando atemperarme. No sé qué me trajo hasta acá. No es uno de los lugares de la escuela donde transito comúnmente.

De pronto advierto que la tarde se ha puesto rara, como erizada, alerta. El vientecito pertinaz ha quedado detenido sobre este punto, el más alto de la cuchilla, justo donde la carretera tuerce hacia la izquierda y huye. 

Oigo un murmullo sofocado que parece venir de lejos. Bajo el escalón y avanzo hacia el portón pero me detengo abrumada. La curva de la carretera ha comenzado a vomitar patrulleros, chanchitas, motos, camellos. Un aullido huracanado de sirenas y motores estalla al pasar frente a nosotros en dirección a Pando. Una embestida de gases apeñuscados me arremete.    

En este año de mil novecientos sesenta y ocho nada de lo que sucede es inocente.

Todo está cargado de oscuridad y presentimientos.

Algo está a punto de pasar. Algo, tal vez, irreversible.

Es tal la tensión que ya no siento el cuerpo, ni el dolor que provoca el ruido infernal rebotando en mis oídos, sólo la brasa ácida de la angustia sobre el estómago.

No sé en qué momento ha llegado, pero José Pedro también está allí, a mi costado. Clavado al piso, con la mirada oscura, contenida,  y las manos agarrotadas dentro de los bolsillos del chaquetón, observa igual que yo. Una profunda arruga surca su frente.

No emitimos palabra. Sólo un intercambio de silencios. Sólo desazón.

La bestia está lanzada. Tiene permiso en este tiempo apretado de violencias

Siento piedad por lo que pueda ocurrir. 

Por lo que no será posible detener.

Por el abrazo que no podremos dar cuando los pájaros sean abatidos entre los árboles de un monte.

viernes, 27 de noviembre de 2009

El tejidito


Intento escribir como si pretendiera comenzar un bordado sin haber preparado el tambor ni los hilos; sin haber elegido los colores; sin saber qué imagen plasmar en la tela.

No he podido capturar mi tiempo interior, ni domarlo, ni amansarlo. Mucho menos acariciarlo o juguetear con él hasta alinear el alma.

Y no es porque la imagen de Penélope no sea tentadora. Al contrario. ¿Tal vez sea ella la que me ha paralizado? O este tiempo de cambios, no sencillo para la escritura.

¿Quién sabe? Porque tejer y bordar lo he hecho desde niña. El recuerdo aparece. Pispea sobre el hombro y se estira. De pronto está aquí, dirigiendo mi mano.

Estoy sentada en el banquito liso de madera dura al costado de la cama de abuela. Sin moverme casi. -Y es que este banco tiene vida propia. Con sus dos alas puede despedirte hacia el suelo jugándote una mala pasada-. Hay luz pero la habitación igual parece oscura. El parquet exhala aroma a ceras. Me gusta este cuarto. Tiene olor a abuela.

—Quiero hacerle una bufanda a Pancracio— le he dicho.

Entonces ella ha puesto los puntos y ha tejido la primera carrera. El punto tiene un nombre loquísimo: santaclara. Me encantan sus nuditos enlazados.

Con las agujas de tejer en las manos intento pasar la hebra de lana añil entre ellas. Estoy concentrada en el desafío. Las agujas grises, lisas, brillantes, suenan suaves. Me deleita su opaco sonido. Tiene algo de opulento.

El tejido que ha ido naciendo entre mis manos toma un movimiento raro y divertido. Pero igual no me deja conforme. Sé que debiera de bajar elegante, y que eso quiere decir: como una tela, toda de un mismo tamaño. Y el mío es un mapa, un acordeón, o acaso una nube gorda.

No importa. Puede abrigar mejor a mi muñeco de trapo que siempre tiene dolor de garganta. Pero sé que no está bien y le pido a la abuela que lo deshaga. Son apenas siete u ocho carreras que han ido creciendo alocadamente azules. La abuela quita el tejido de la aguja y tira de la lana. Los puntos se disuelven en el aire como aritos de una escritura que se desenrosca con un sonido pequeñito, repetitivo y áspero.

Queda temblando un polvo blanquecino y hay olor a lana alrededor nuestro.

Recomienzo. Presto más atención. Las agujas Aero tintinean con su apagado entrechocar discontínuo. La lana ha quedado rizada y se rebela. Abuela mira mi obstinación. Yo siento su mirada y sigo intentándolo. El pulgar y el índice de mi mano derecha lentamente van rescatando un ritmo. Clavan la aguja, suben el hilo, lo enredan por delante de la punta, lo hacen deslizarse, la aguja cabecea, se retira y ya está: he hecho nacer el punto. Luego toda la carrera. Vuelvo a empezar. Tengo que estar atenta. Voy y vengo. Cada vez con más soltura. Escucho tararear a la abuela. Parece contenta. Yo también lo estoy.

«La bufanda de Pancracio va a quedar linda», pienso.

La tarde lavanda se estira tejida entre mis manos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Así es mi papá.

Sus ojos son como el mar en verano; la sonrisa parece la luz brillante de una estrella fugaz y tiene una gran nariz que parece una torre. Su pelo es opaco y enrulado y combina con su barba. Sus brazos, fuertes; las manos son delicadas al hablar; la espalda es como un cielo estrellado por las pecas que lo identifican.

Su voz fuerte y breve; sus sentimientos son como los de un árbol; a veces no dice sus pensamientos (pienso que lo hace para no lastimar); la mirada concisa al hablar; nunca te dice no, es algo bruto a veces; reacciona con calma ante cualquier cosa; te ayuda en lo que puede.

En cuanto llega a casa cocina como un chef. Tiene la breve costumbre de enfrentarlo todo. Es muy responsable, le gusta cumplir con todo y con todos, (bueno en realidad puse lo que és, no sé mucho de costumbres).

Yo elegí a mi papá porque me parece que es muy importante en mi vida: lo es, lo fue y lo será...

TE AMO, PA.

lunes, 5 de octubre de 2009

Magia descontrolada.

El soñaba con ser hombre.

Ella ansiaba ser pájaro.

Por las noches él le aullaba a la media luna y al negro viento pampero.

En los atardeceres ella, desde la azotea, miraba melancólica pasar brisas y nubes.

La magia vino en su ayuda.

El día en que él se transformó en humano, ella voló.

Clara

Esa tarde las campanitas cristalinas del espiral del crecimiento se hicieron escuchar.
La niña-adolescente, de pronto, se sintió muy bien.
Salió a pasear y tal vez a causa del aire tibio o de esa energía que la recorría, pudo decidirse.
Entró a la tienda y se la compró.
Sobre la camiseta, en caprichosas letras de colores se leía: "No insistas. Ya no beso sapos".

jueves, 1 de octubre de 2009

Su raro don.

La niña escribía apoyada en la maciza mesa de caoba roja. Escribía con una lapicera cilíndrica de cabo laqueado color bordó que se afinaba en lo alto. Cada tanto sumergía la punta de su pluma Lincoln de metal en el tintero de vidrio facetado y ésta salía teñida de negro. Espesamente teñida. El negro era profundo y tenía un nombre mágico en letras góticas: Pelikan. La niña pensaba que tal vez esa tinta estaba hecha con plumas de un pájaro negro como la noche, que así se llamara. Un ave de ébano o de azabache. De hecho no había ninguna otra tinta cuya escritura fuese tan perfecta, ninguna cuya marca sobre el papel fuera así de indeleble. Y la vibración que ella percibía al oirla deslizarse, seguramente era inmemorial.
Mientras el rasguido de la pluma quebraba el silencio del amplio comedor, ella veía reflejarse la lapicera y la mano sobre el espejo del lustre de la mesa al llegar a los bordes de la hoja.

“Parecen una misma cosa la lapicera y mi mano”, pensó.

El dedo mayor empezaba a mancharse. Sobre el incipiente callo, la piel era un negro mapa que se extendía. Lo miró como si fuera la primera vez.
Sonaba lejana la música clásica que salía de la radio.
De pronto sus ojos se focalizaron en el tintero. Encontraba en el frasco facetado una perfección dura e impúdica pero elegante al mismo tiempo.

“Cristal de roca”, reflexionó.

“C-r-i-s-t-a-l d-e r-o-c-a” musitó saboreando las letras de las fantásticas palabras.

Entonces comenzó a suceder. La mesa se alargó hasta el infinito desdoblándose y copiándose a sí misma con un barboteo extraño, algo nunca oído pero que era sin duda el ronquido de la madera al irse estirando, desperezándose mientras crecía. La lapicera se transformó en una verdadera pluma. No de ganso sino de pavo real. Verde atornasolada, con un ojo azul oscuro que la miraba atentamente mientras ella seguía escribiendo en un largo rollo de pergamino crujiente y amarillento. Los vestidos le pesaban sobre el brazo escribiente y le hacían sentir una gracia rara, pero no paraba. El ojo azul le decía cosas en un idioma antiguo y críptico que ella entendía a la perfección. El tintero mucho más grande y hermoso, de dibujos arrancados al cristal con talla única, fulguraba en sus facetas lisas y era brumoso en las restantes. Debajo de él un pequeño halo blanco brotaba mágico, caprichoso, y como una nube se desleía en el espacio.

“Incienso”, dictaminó con total certeza mientras se le estiraban las finas aletas de la nariz.

El aire se había vuelto pesado, verde oscuro, húmedo. Paredes de piedra color ceniza, trabajadas por excelentes silleros tomaron el lugar de las anteriores y preciosas telas bordadas con hilos de plata y oro colgaban de las grandes aberturas. Brisas heladas conmovían el lugar, siseaban entre los colgantes, le revolvían el cabello ensortijado, sacudían las cintas de la graciosa toca. Pero la niña no se detenía. Seguía escribiendo desde sus hermosas vestiduras antiguas, desde los encajes, los tules, las faldas y sobre faldas que se desparramaban a su alrededor sobre el piso cubierto de pieles.
Comandaba un ejército. Diseñaba la batalla. Exigía obediencia.
Podía oler la pólvora, la sequedad de la tierra levantada por miles de cascos, el acre sudor de sus valientes, la sangre derramándose, el valor, la fiereza. Podía ver las lanzas y los pendones flotando entre la confusión de la arremetida, en el polvo dorado de la tarde, cayendo, volviéndose a levantar, avanzando, siempre avanzando. Casi podía tocar los ayes de dolor o los gritos de entusiasmo, ver la muerte o la vida en el brillo violento de los ojos. La escritura no se detenía. Las palabras pasaban por su rostro y lo iluminaban o lo ensombrecían. Gestos desconocidos la poblaban. Toda ella era un caleidoscopio en el que pequeños cristales de roca organizaban sus colores creando y deshaciendo escenas en una narración interminable que venía de algún lugar hondo y extraño, más allá de sí misma, que pasaba a través de ella como un viento azotador, sin pedir permiso, pero sobre el que lograba encaramarse y como una reina brillar en el espacio.
Ella, la niña, la escritora, la reina, dadora de vida por su raro don.