lunes, 28 de diciembre de 2009

Chiquilín

Lo veo avanzar sobre el terraplén, del otro lado de la carretera, apareciendo y desapareciendo entre el pastizal y las chircas altas .

Corre bajo el sol frío del mediodía, sin túnica, aunque es casi la hora de entrada.

La cabecita redonda, el pelo rubio rapado, el cerquillo golpeteándole la frente.

Lleva el pantalón cortito atado con un solo tirante y se adivina una camiseta por los múltiples agujeros de un buzo ya sin color.

Las piernas flacas de músculos pequeños tensados por el esfuerzo, emergen de unos chanclos que le exceden dos o tres tamaños. A cada tranco aparecen sus tobillos desnudos y la posibilidad de perder algún zapato en el terreno.  La goma de la honda cuelga nerviosa del bolsillo de atrás del pantalón.

Desde la ventanilla del ómnibus, límite cristalino del atronador murmullo escolar, observo su andar, la concentración en el camino, los cachetes arrebolados, la determinación en el gesto. Lleva en la mano izquierda una botella de vidrio de a litro, en la que salta y espuma un jugo espeso y violento.

“Otra vez el mandado para los padres es más fuerte que su derecho escolar”, pienso con rabia mientras alzo la mano para saludarlo.

-¡Villa García! –avisa molesta y rutinaria la voz del guarda mientras el 103 avanza hacia el destino cercano. 

La ágil figura se va perdiendo en el paisaje.  Su mano libre levantada a último momento. El vino centelleando al sol.

La campanilla sonará sin él. Hoy no entrará al salón ni su humor chispeante, ni su huraña ternura, ni la voz áspera y pendenciera que disparada entre los bancos como un alegre torpedo, trepa por las ventanas y huye al campo.

Y extrañaré irremediablemente el murmullo alegre de su canción preferida. Esa, que en realidad, habla de él.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Como pájaros abatidos

Es octubre. Estoy parada en el frente de la escuela.  No en el camino de entrada siempre helado en estos meses, ni en el portón de hierro bastante desvencijado, ni siquiera en el patio de adelante. Eso tendría lógica, pero no. No hay niños revoloteando cerca.

Estoy sola sobre las baldosas  amarillas del corredor techado que es a la vez entrada y salida, pasaje hacia los baños y hacia el patio posterior -rarezas de la arquitectura escolar.

El aire está frío y claro y alcanzo a detectar el  olor a humedad de la tierra desnuda allí afuera. Me arrebujo en mi capa buscando atemperarme. No sé qué me trajo hasta acá. No es uno de los lugares de la escuela donde transito comúnmente.

De pronto advierto que la tarde se ha puesto rara, como erizada, alerta. El vientecito pertinaz ha quedado detenido sobre este punto, el más alto de la cuchilla, justo donde la carretera tuerce hacia la izquierda y huye. 

Oigo un murmullo sofocado que parece venir de lejos. Bajo el escalón y avanzo hacia el portón pero me detengo abrumada. La curva de la carretera ha comenzado a vomitar patrulleros, chanchitas, motos, camellos. Un aullido huracanado de sirenas y motores estalla al pasar frente a nosotros en dirección a Pando. Una embestida de gases apeñuscados me arremete.    

En este año de mil novecientos sesenta y ocho nada de lo que sucede es inocente.

Todo está cargado de oscuridad y presentimientos.

Algo está a punto de pasar. Algo, tal vez, irreversible.

Es tal la tensión que ya no siento el cuerpo, ni el dolor que provoca el ruido infernal rebotando en mis oídos, sólo la brasa ácida de la angustia sobre el estómago.

No sé en qué momento ha llegado, pero José Pedro también está allí, a mi costado. Clavado al piso, con la mirada oscura, contenida,  y las manos agarrotadas dentro de los bolsillos del chaquetón, observa igual que yo. Una profunda arruga surca su frente.

No emitimos palabra. Sólo un intercambio de silencios. Sólo desazón.

La bestia está lanzada. Tiene permiso en este tiempo apretado de violencias

Siento piedad por lo que pueda ocurrir. 

Por lo que no será posible detener.

Por el abrazo que no podremos dar cuando los pájaros sean abatidos entre los árboles de un monte.

viernes, 27 de noviembre de 2009

El tejidito


Intento escribir como si pretendiera comenzar un bordado sin haber preparado el tambor ni los hilos; sin haber elegido los colores; sin saber qué imagen plasmar en la tela.

No he podido capturar mi tiempo interior, ni domarlo, ni amansarlo. Mucho menos acariciarlo o juguetear con él hasta alinear el alma.

Y no es porque la imagen de Penélope no sea tentadora. Al contrario. ¿Tal vez sea ella la que me ha paralizado? O este tiempo de cambios, no sencillo para la escritura.

¿Quién sabe? Porque tejer y bordar lo he hecho desde niña. El recuerdo aparece. Pispea sobre el hombro y se estira. De pronto está aquí, dirigiendo mi mano.

Estoy sentada en el banquito liso de madera dura al costado de la cama de abuela. Sin moverme casi. -Y es que este banco tiene vida propia. Con sus dos alas puede despedirte hacia el suelo jugándote una mala pasada-. Hay luz pero la habitación igual parece oscura. El parquet exhala aroma a ceras. Me gusta este cuarto. Tiene olor a abuela.

—Quiero hacerle una bufanda a Pancracio— le he dicho.

Entonces ella ha puesto los puntos y ha tejido la primera carrera. El punto tiene un nombre loquísimo: santaclara. Me encantan sus nuditos enlazados.

Con las agujas de tejer en las manos intento pasar la hebra de lana añil entre ellas. Estoy concentrada en el desafío. Las agujas grises, lisas, brillantes, suenan suaves. Me deleita su opaco sonido. Tiene algo de opulento.

El tejido que ha ido naciendo entre mis manos toma un movimiento raro y divertido. Pero igual no me deja conforme. Sé que debiera de bajar elegante, y que eso quiere decir: como una tela, toda de un mismo tamaño. Y el mío es un mapa, un acordeón, o acaso una nube gorda.

No importa. Puede abrigar mejor a mi muñeco de trapo que siempre tiene dolor de garganta. Pero sé que no está bien y le pido a la abuela que lo deshaga. Son apenas siete u ocho carreras que han ido creciendo alocadamente azules. La abuela quita el tejido de la aguja y tira de la lana. Los puntos se disuelven en el aire como aritos de una escritura que se desenrosca con un sonido pequeñito, repetitivo y áspero.

Queda temblando un polvo blanquecino y hay olor a lana alrededor nuestro.

Recomienzo. Presto más atención. Las agujas Aero tintinean con su apagado entrechocar discontínuo. La lana ha quedado rizada y se rebela. Abuela mira mi obstinación. Yo siento su mirada y sigo intentándolo. El pulgar y el índice de mi mano derecha lentamente van rescatando un ritmo. Clavan la aguja, suben el hilo, lo enredan por delante de la punta, lo hacen deslizarse, la aguja cabecea, se retira y ya está: he hecho nacer el punto. Luego toda la carrera. Vuelvo a empezar. Tengo que estar atenta. Voy y vengo. Cada vez con más soltura. Escucho tararear a la abuela. Parece contenta. Yo también lo estoy.

«La bufanda de Pancracio va a quedar linda», pienso.

La tarde lavanda se estira tejida entre mis manos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Así es mi papá.

Sus ojos son como el mar en verano; la sonrisa parece la luz brillante de una estrella fugaz y tiene una gran nariz que parece una torre. Su pelo es opaco y enrulado y combina con su barba. Sus brazos, fuertes; las manos son delicadas al hablar; la espalda es como un cielo estrellado por las pecas que lo identifican.

Su voz fuerte y breve; sus sentimientos son como los de un árbol; a veces no dice sus pensamientos (pienso que lo hace para no lastimar); la mirada concisa al hablar; nunca te dice no, es algo bruto a veces; reacciona con calma ante cualquier cosa; te ayuda en lo que puede.

En cuanto llega a casa cocina como un chef. Tiene la breve costumbre de enfrentarlo todo. Es muy responsable, le gusta cumplir con todo y con todos, (bueno en realidad puse lo que és, no sé mucho de costumbres).

Yo elegí a mi papá porque me parece que es muy importante en mi vida: lo es, lo fue y lo será...

TE AMO, PA.

lunes, 5 de octubre de 2009

Magia descontrolada.

El soñaba con ser hombre.

Ella ansiaba ser pájaro.

Por las noches él le aullaba a la media luna y al negro viento pampero.

En los atardeceres ella, desde la azotea, miraba melancólica pasar brisas y nubes.

La magia vino en su ayuda.

El día en que él se transformó en humano, ella voló.

Clara

Esa tarde las campanitas cristalinas del espiral del crecimiento se hicieron escuchar.
La niña-adolescente, de pronto, se sintió muy bien.
Salió a pasear y tal vez a causa del aire tibio o de esa energía que la recorría, pudo decidirse.
Entró a la tienda y se la compró.
Sobre la camiseta, en caprichosas letras de colores se leía: "No insistas. Ya no beso sapos".

jueves, 1 de octubre de 2009

Su raro don.

La niña escribía apoyada en la maciza mesa de caoba roja. Escribía con una lapicera cilíndrica de cabo laqueado color bordó que se afinaba en lo alto. Cada tanto sumergía la punta de su pluma Lincoln de metal en el tintero de vidrio facetado y ésta salía teñida de negro. Espesamente teñida. El negro era profundo y tenía un nombre mágico en letras góticas: Pelikan. La niña pensaba que tal vez esa tinta estaba hecha con plumas de un pájaro negro como la noche, que así se llamara. Un ave de ébano o de azabache. De hecho no había ninguna otra tinta cuya escritura fuese tan perfecta, ninguna cuya marca sobre el papel fuera así de indeleble. Y la vibración que ella percibía al oirla deslizarse, seguramente era inmemorial.
Mientras el rasguido de la pluma quebraba el silencio del amplio comedor, ella veía reflejarse la lapicera y la mano sobre el espejo del lustre de la mesa al llegar a los bordes de la hoja.

“Parecen una misma cosa la lapicera y mi mano”, pensó.

El dedo mayor empezaba a mancharse. Sobre el incipiente callo, la piel era un negro mapa que se extendía. Lo miró como si fuera la primera vez.
Sonaba lejana la música clásica que salía de la radio.
De pronto sus ojos se focalizaron en el tintero. Encontraba en el frasco facetado una perfección dura e impúdica pero elegante al mismo tiempo.

“Cristal de roca”, reflexionó.

“C-r-i-s-t-a-l d-e r-o-c-a” musitó saboreando las letras de las fantásticas palabras.

Entonces comenzó a suceder. La mesa se alargó hasta el infinito desdoblándose y copiándose a sí misma con un barboteo extraño, algo nunca oído pero que era sin duda el ronquido de la madera al irse estirando, desperezándose mientras crecía. La lapicera se transformó en una verdadera pluma. No de ganso sino de pavo real. Verde atornasolada, con un ojo azul oscuro que la miraba atentamente mientras ella seguía escribiendo en un largo rollo de pergamino crujiente y amarillento. Los vestidos le pesaban sobre el brazo escribiente y le hacían sentir una gracia rara, pero no paraba. El ojo azul le decía cosas en un idioma antiguo y críptico que ella entendía a la perfección. El tintero mucho más grande y hermoso, de dibujos arrancados al cristal con talla única, fulguraba en sus facetas lisas y era brumoso en las restantes. Debajo de él un pequeño halo blanco brotaba mágico, caprichoso, y como una nube se desleía en el espacio.

“Incienso”, dictaminó con total certeza mientras se le estiraban las finas aletas de la nariz.

El aire se había vuelto pesado, verde oscuro, húmedo. Paredes de piedra color ceniza, trabajadas por excelentes silleros tomaron el lugar de las anteriores y preciosas telas bordadas con hilos de plata y oro colgaban de las grandes aberturas. Brisas heladas conmovían el lugar, siseaban entre los colgantes, le revolvían el cabello ensortijado, sacudían las cintas de la graciosa toca. Pero la niña no se detenía. Seguía escribiendo desde sus hermosas vestiduras antiguas, desde los encajes, los tules, las faldas y sobre faldas que se desparramaban a su alrededor sobre el piso cubierto de pieles.
Comandaba un ejército. Diseñaba la batalla. Exigía obediencia.
Podía oler la pólvora, la sequedad de la tierra levantada por miles de cascos, el acre sudor de sus valientes, la sangre derramándose, el valor, la fiereza. Podía ver las lanzas y los pendones flotando entre la confusión de la arremetida, en el polvo dorado de la tarde, cayendo, volviéndose a levantar, avanzando, siempre avanzando. Casi podía tocar los ayes de dolor o los gritos de entusiasmo, ver la muerte o la vida en el brillo violento de los ojos. La escritura no se detenía. Las palabras pasaban por su rostro y lo iluminaban o lo ensombrecían. Gestos desconocidos la poblaban. Toda ella era un caleidoscopio en el que pequeños cristales de roca organizaban sus colores creando y deshaciendo escenas en una narración interminable que venía de algún lugar hondo y extraño, más allá de sí misma, que pasaba a través de ella como un viento azotador, sin pedir permiso, pero sobre el que lograba encaramarse y como una reina brillar en el espacio.
Ella, la niña, la escritora, la reina, dadora de vida por su raro don.

¡Ay, Federico García!

Al final de la angosta carretera y los chopos: Fuentevaqueros.
El alma rizada y temblando. La casa pequeña y pequeños los muebles y el piano.
Las nanas y canciones recopiladas, viajaron desde mi infancia y lo abrazaron, buscándole en su aire con lágrimas andaluzas y gitanas que emocionaron a Carlos.
Lejos, polvorientos y mudos, los olivos.









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domingo, 27 de septiembre de 2009

Pensando en Carmen De Grossi.

Eres la casa a donde siempre vuelvo.
Tu corazón, mi casa.
Tu corajudo y suave amor, mi casa.

Has sido protección y palabra segura.
Espejo en el que verme.
E imagen de la cual distanciarme.

Te he sentido correr a la velocidad del viento.
O quedar detenida, colibrí en la tarde,
para verme pasar por donde fuera.

Han sido tuyos todos los tamaños
y todas las edades.
He sido tu hija desde todos los ángulos.

A veces se me ocurre
que tienes un pacto con el tiempo.
Mi historia circular pasa por ti.

Viene de la arena.

Esa mujer joven viene de la arena.
Atravesó las dunas para llegar.
Lleva el cabello liado en un turbante de tela colorida.
El rostro es exótico y sereno.
Sus pies descalzos, firmes y morenos, mantienen el ritmo armonioso y acompasado de las fuertes y elásticas piernas
Alrededor de sus caderas, gimen las faldas de colores en las que viene envuelta. El torso largo y esbelto está ceñido por una blusa blanca de mangas largas y abiertas, cruzado por un rebozo fuerte, hecho en algún telar a mano. Dentro de esa especie de hamaca que oficia de cuna, hay un niño. No se le ve. No se sabe qué sexo tiene. Pero es pequeño y seguramente duerme al latido del corazón materno.

Entra en el mercado como si tuviera alas. Todo se arremolina para mirarla. Las verduras le gritan desde las mesas de madera; las frutas echan sus jugos a rodar; las hierbas aromáticas se encienden a su paso y entreveran el aire; alcoholes y granos exhalan su perfume a tierra; las harinas de maíz o de trigo, de soja o de centeno, se ponen a flotar al sol tiñendo las partículas del aire con sus leves matices; zapallos y papayas se abren como libros y explotan, escupiendo letras parecidas a semillas.
Ella ríe y camina con levedad entre los puestos buscando algo con la fresca mirada. Una mano acaricia al hijo y la otra vuela como una mariposa acompañando el giro de las faldas.
El aire está caliente y espeso de olores. El sol que en su canícula graba dibujos ardientes en el polvo de la calle, no la agobia. El mercado hierve de latidos y voces. Ella parece levitar o ser llevada por una cinta transportadora en medio del gentío y el ruido.
Al pasar cerca de las aves, los guacamayos, los tucanes y los loros, echan a chillar. Se para. Los mira. Se lleva un dedo a los labios y les señala el niño con la vista. Los pájaros se esponjan, se callan, se suavizan. Entonces les agradece sin emitir palabra. Gira y sigue su camino.
De pronto se detiene. Destella. Una sonrisa le abre los ojos y la boca. Parece haber encontrado lo que busca.
Colgados hacia arriba, venciendo la fuerza de gravedad, algunos con restos de sus vestiduras violetas, otros aún verdes, esperan su hora de madurez.
Elige del cacho los más dulces y amarillos. Paga su peso. Coloca los plátanos en una de sus faldas a la que ata con gracia a la cintura y desanda el trayecto alegremente, para volver a entrar en la duna.
Ya es, en la lejanía, apenas una mota dorada, un punto movible velado por el calor que viene de la arena.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Me está diciendo.
















Voy en ómnibus atravesando el desierto.
Soy una mota en la pálida inmensidad que sube y baja, que me contempla en este valle, en este mar interminable de orillas blanquecinas. Por donde miro se levantan montañas enormes de arena caliza. El cielo está claro. Todo está solo. De pronto me doy cuenta que estoy emocionada, emocionada. Percibo una energía que me eriza la piel. El desierto está irradiando fuerza. Me está diciendo que aquellos cuarenta días y cuarenta noches, existieron.

Con los brazos abiertos.

La tarde temprana agita leve mi corazón.
Abro la puerta de hierro de la cocina para ir al fondo mientras las bisagras maullan.
“Necesitan aceite”, pienso.
Cruzo el espacio de arena y pinocha que guarda memorias de mi infancia en su casi imperceptible olor a mar. Una racha de aire hace rumorear los álamos. La bicicleta está allí en el galpón. Brilla su claridad verde agua. Regreso con ella, un murmullo más entre los otros.

Antes, diligente, ayudé a sacar la mesa, me lavé los dientes a conciencia, hice los deberes de inglés.
Nada que poder reprocharme.
Ningún escollo que dé al traste mi plan de escapar a verlo.

Sé que mamá no quiere que salga.
No se lo he dicho, pero ella parece adivinar a donde voy. Lo percibo en su rostro contrariado; en la severísima mirada azul que me alerta de algún peligro que desestimo; en su cuerpo imponiéndose a mi salida en la puerta de la casa, como una valla más que debo animarme a cruzar.
Desde los bordes de mi piel se levanta un aura sensitiva, casi eléctrica. Me pongo en guardia y espero. Pero ninguna palabra nace de su boca para prohibirme la salida. Entonces me aprovecho.
Pongo cara distendida, inocente. Le sostengo la mirada. Aprieto los punteros voluptuosos de goma blanca del manillar de mi bicicleta Humber. Su solidez inglesa es mi punto de apoyo contra el mundo adulto que quiero y rechazo; es el cable a tierra por el que descargo los nervios escondidos que me hacen sentir la temperatura real de la sangre; es el escudo volador para mi cita clandestina.
La sensación de deslizarme por un tobogán jugando entre dos tiempos es potente, me emborracha. No quiero tener precaución.

En realidad no estoy enamorada de él sino del otro, del Viejo, del que dirige el grupo, pero aún no lo sé.
Alcanza con atreverme a ir al encuentro de Ramón. De sus gastados veinticuatro años con mis inefables catorce. De su historial de padres desconocidos, su niñez en el Consejo del Niño, su piel mestiza. A descubrir qué es lo que me atribula en su risa madura y reluce como un puñal en la dentadura perfecta.

-¿A qué hora volvés? -pregunta al fin mamá.
-Al rato –digo, y dejo la frase colgada de la tarde.


Traspaso el umbral y apenas avanzo por el caminito de piedra laja mi pie derecho toma posesión del pedal que protesta suave mientras mi pierna izquierda se levanta automática colocándome definitivamente al timón de mi aventura.
El sonido de las delgadas gomas se escurre entre el cemento liso de la calle. El pelo se me revuelve. Siento desvanecerse el calor excesivo de las mejillas y la angustia del pecho. Lo está borrando el viento que provoco al surcar el aire lento del barrio cada vez a mayor velocidad. Mis piernas enfundadas en los vaqueros azules marcan ahora el compás de mi corazón. Me siento libre.
Me afirmo en el asiento de cuero y sus elásticos responden a mi peso.
Suelto el manubrio.
Con los brazos abiertos, extendidos, soy un ave.
Mis alas rozan las puntas de los árboles.
La calle Decroly, su engañosa pendiente, me conducen mientras mi alma verde viaja errante sobre el mundo.

Los ojos de Juan.

Refulgían las barandas del puente como piezas de plata recién bruñidas.
San Sebastián, toda blanca de frío y alba de luz, se desperezaba ante nosotros.
Tres niños, dos adultos, despuntando vocación de turistas inmigrantes, de pie, desayunábamos pastas. Cuando los rostros se nos atirantaron de tanta belleza helada, resolvimos volver al auto. El Mazda refunfuñó. Lo dejamos calentar mientras no atinábamos a girar en dirección a la frontera.
Enorme, de uniforme azul y blanco, impecable, apareció de la nada.
Se nos heló la sangre.
-¿Cómo salimos agente? –preguntó Carlos con voz neutra.
-¡Pues métase de culo! ¡Y ya!- señaló un espacio entre dos autos, -¿Vale? –y sonrió amable.
Una risita ahogada quebró la tensión del silencio. Me volví.
Los siete años de Juan alertaban pícaros y asombrados desde sus ojos marrones:
“¡El mundo está al revés! Acá los policías son personas y dicen malas palabras”