sábado, 8 de octubre de 2011

Mater dolorosa


Lo último que noto es un pie derecho que lleva un zapato de taco de mujer, puntiagudo, color sepia, algo retacón, con chapitas gruesas. Me quedo absorta mirándolo. La visión se acopla a mi retina, pegajosa; queda grabada en primer plano; no consigo despegarme de ella maravillada y asqueada a la vez. Detrás, en una nebulosa, el resto de la fotografía.

El frío desasosiego que me produce, va y viene como adherido a la punta de una banda elástica que se estira, llega a su punto máximo y se contrae. Un movimiento instalado en la memoria de la goma, que se sucede en la mía, sin interrupción, indefinidamente, hasta el hastío. No logro evadirme. Miro hacia otro lado, arrastro mis pensamientos al rincón de los subterfugios, intento ruidos internos, disuasorios, coloraciones, tretas, pero acabo dándome de bruces con la imagen una y otra vez. Me inunda una hostilidad sin cauce, un territorio gélido, una profundísima pena que cala hondo. Siento que se me enfría la piel. Siento negros los huesos. Un espeso hilo de acíbar cae gota a gota sobre mis órganos. Mastico el aire agrio, áspero, su olor a cal de moridero. Quedo atada al pequeñísimo detalle, a su mudo grito, a su fragilidad. Siento que se clava en lo más cruel de mi imaginación con sus infiernos conocidos. Lo que calla es lo peor. Lo que más pesa.

Como un galeón destartalado recalo en esa costa con el pasado a cuestas.

Alrededor la gente sigue el trayecto con pasos acongojados. Me uno a ellos. En cada vuelta, una evidencia mayor de la insanía, de la maldad, de la locura colectiva.

Entro al pasaje de los antiguos adoquines y en una esquina me topo con la fotografía en blanco y negro de la mujer. Ella parece el mascarón de una desquiciada nave al que la indecencia de los pecados que lo cercan, hiere, pero no logran doblegar. Levantada del suelo como una diosa trágica, la boca apenas apretada, con el niño que grita pegado a su regazo, su joven hermoso rostro de mater dolorosa mira, desde la vida de los dos que sabe perdida irremediablemente. Confía, desde el umbral de la muerte, la dolorosa dignidad de su mirada como legado de infinita ternura contra la barbarie. Siento la brasa viva de sus oscuros ojos alertando.

Las lágrimas, hasta ahí atenazadas, fluyen, me empapan en silencio, desconsoladas. Me encuentro y me diluyo en cada cuerpo hambriento, en cada espalda curvada de resignación, de impotencia, en cada humildad imposible de ser humillada. Las manchas aún frescas de mi memoria nos emparentan. Soy ese niño, esa vieja, ese hombre, esa mujer; aterrados, sufrientes, indefensos, alucinados, impotentes; partículas de polvo en la rueda de la demolición del mundo. Soy ese dolor. Y no olvido.

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