sábado, 26 de septiembre de 2009

Con los brazos abiertos.

La tarde temprana agita leve mi corazón.
Abro la puerta de hierro de la cocina para ir al fondo mientras las bisagras maullan.
“Necesitan aceite”, pienso.
Cruzo el espacio de arena y pinocha que guarda memorias de mi infancia en su casi imperceptible olor a mar. Una racha de aire hace rumorear los álamos. La bicicleta está allí en el galpón. Brilla su claridad verde agua. Regreso con ella, un murmullo más entre los otros.

Antes, diligente, ayudé a sacar la mesa, me lavé los dientes a conciencia, hice los deberes de inglés.
Nada que poder reprocharme.
Ningún escollo que dé al traste mi plan de escapar a verlo.

Sé que mamá no quiere que salga.
No se lo he dicho, pero ella parece adivinar a donde voy. Lo percibo en su rostro contrariado; en la severísima mirada azul que me alerta de algún peligro que desestimo; en su cuerpo imponiéndose a mi salida en la puerta de la casa, como una valla más que debo animarme a cruzar.
Desde los bordes de mi piel se levanta un aura sensitiva, casi eléctrica. Me pongo en guardia y espero. Pero ninguna palabra nace de su boca para prohibirme la salida. Entonces me aprovecho.
Pongo cara distendida, inocente. Le sostengo la mirada. Aprieto los punteros voluptuosos de goma blanca del manillar de mi bicicleta Humber. Su solidez inglesa es mi punto de apoyo contra el mundo adulto que quiero y rechazo; es el cable a tierra por el que descargo los nervios escondidos que me hacen sentir la temperatura real de la sangre; es el escudo volador para mi cita clandestina.
La sensación de deslizarme por un tobogán jugando entre dos tiempos es potente, me emborracha. No quiero tener precaución.

En realidad no estoy enamorada de él sino del otro, del Viejo, del que dirige el grupo, pero aún no lo sé.
Alcanza con atreverme a ir al encuentro de Ramón. De sus gastados veinticuatro años con mis inefables catorce. De su historial de padres desconocidos, su niñez en el Consejo del Niño, su piel mestiza. A descubrir qué es lo que me atribula en su risa madura y reluce como un puñal en la dentadura perfecta.

-¿A qué hora volvés? -pregunta al fin mamá.
-Al rato –digo, y dejo la frase colgada de la tarde.


Traspaso el umbral y apenas avanzo por el caminito de piedra laja mi pie derecho toma posesión del pedal que protesta suave mientras mi pierna izquierda se levanta automática colocándome definitivamente al timón de mi aventura.
El sonido de las delgadas gomas se escurre entre el cemento liso de la calle. El pelo se me revuelve. Siento desvanecerse el calor excesivo de las mejillas y la angustia del pecho. Lo está borrando el viento que provoco al surcar el aire lento del barrio cada vez a mayor velocidad. Mis piernas enfundadas en los vaqueros azules marcan ahora el compás de mi corazón. Me siento libre.
Me afirmo en el asiento de cuero y sus elásticos responden a mi peso.
Suelto el manubrio.
Con los brazos abiertos, extendidos, soy un ave.
Mis alas rozan las puntas de los árboles.
La calle Decroly, su engañosa pendiente, me conducen mientras mi alma verde viaja errante sobre el mundo.

5 comentarios:

  1. Toda una aventura releerlo!¡Cómo nos acompañaron o acompañamos aquellas bicis inglesas!

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  2. Malvin siempre igual, pasan los años y los hijos y la bicicleta siempre dando vuelo....

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  3. La escritura de varios textos me identifica en la esencia, no leí todos todavía . Ya te iré diciendo.
    Por lo pronto me encanta que lo disfrutes. Y que moderna "mi madre tiene un blog". Besotes

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  4. Y sí... ¡el vuelo y las
    aventuras guardadas en el alma!

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  5. Leerte es un viaje en el tiempo!
    Por lo demás, de acuerdo con Ana. Por qué nos dará tanto placer comprobar que hay esencias que se mantienen intactas? Será porque entre las historias de todos, transformamos en eternas las cosas y lugares que queremos?

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