sábado, 26 de septiembre de 2009

Los ojos de Juan.

Refulgían las barandas del puente como piezas de plata recién bruñidas.
San Sebastián, toda blanca de frío y alba de luz, se desperezaba ante nosotros.
Tres niños, dos adultos, despuntando vocación de turistas inmigrantes, de pie, desayunábamos pastas. Cuando los rostros se nos atirantaron de tanta belleza helada, resolvimos volver al auto. El Mazda refunfuñó. Lo dejamos calentar mientras no atinábamos a girar en dirección a la frontera.
Enorme, de uniforme azul y blanco, impecable, apareció de la nada.
Se nos heló la sangre.
-¿Cómo salimos agente? –preguntó Carlos con voz neutra.
-¡Pues métase de culo! ¡Y ya!- señaló un espacio entre dos autos, -¿Vale? –y sonrió amable.
Una risita ahogada quebró la tensión del silencio. Me volví.
Los siete años de Juan alertaban pícaros y asombrados desde sus ojos marrones:
“¡El mundo está al revés! Acá los policías son personas y dicen malas palabras”

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