miércoles, 19 de octubre de 2011

Bicentenario (I)

Había que estar. ¿Cómo perderse ese festejo?
Aún a sabiendas que los espectáculos -el fútbol en primer lugar- se ven mucho mejor en las trasmisiones, y se disfrutan más los detalles.
Quebrando las ganas de quedarme en el medio del campo, serena, sin apretones, ni pies ardientes, ni dolores de cintura, me puse en movimiento. Algo bullía dentro que me pedía emparejarme con la gente, tomarle el pulso a la calle, bañarme de uruguayez, estar ahí, simplemente.
Elegir en una grilla exultante de ofertas contrapuestas fue difícil. Pero una cosa tenía clara: no podía perderme La fura dels Baus. Ya me lo había dicho mi amiga Irene y para mí su palabra es sagrada.
Así que anduve entre dos luces por medio Montevideo totalmente desierto, hasta desembocar en el Palacio. Ahí la cosa comenzó a moverse. Ya se veía gente en grupos, de a tres, cuatro o más, andando ligero, dirigiéndose por la gran bajada con el sempiterno mate y el paso comunitario que nos invade a los uruguayos cuando de congregarse se trata. Una corriente de empatía comenzó a calentarme el alma.La noche se desplegaba como una muchacha dispuesta a seducir.
Tras muchos desvíos atraqué frente al antiguo Teatro Odeón, detrás del Victoria. Ni pizca de miedo. Cada uno en lo suyo pero cuidadoso de los demás. Es lindo sentir eso cuando andas por Montevideo en la noche.
Desandé los desvíos e ingresé a la avenida por la calle Colonia. La plaza se abría como un manojo de flores, como una fuente colorida que colgaba en el cielo farolitos chinos de papel de seda. Una luz cálida bañaba a la gente que yendo y viniendo o despatarrada en el pasto, armaban un impresionante mosaico en movimiento.
Desde la esquina el Cuarteto sonaba genial. Claro que no los veía. Traté de acercarme a la pantalla pero eso implicaba perder el buen sonido, así que regresé, me subí a la raya amarilla y desde el centro de la calzada dejé que la gente y la música me hicieran imaginar lo que, allá abajo y lejos, sucedía. Me emocionaba ver que era pura juventud lo que me rodeaba. Todos sabían las letras. Entre el olor a tortas fritas, a dulzón clandestino, a churros, a cerveza, a ráfagas del olvidado humo del cigarro y la blandura de la noche, recuperé ese fervor mancomunado tan necesario.
Entró Gilberto y estalló en pedazos la timidez danzarina de mis congéneres. En la esquina abierta a la noche nos bailamos todo. Un padre larguilucho de pilot beige, pantalones adidas y guitarra colgada en bandolera a la espalda, bailaba con su hijita que no sé si alcanzaba los dos años. Su primoroso vestidito rosa giraba en el aire y la envolvía. La madre entraba y salía del baile agitando su ruana oscura como enormes alas. La niñita por momentos era una eximia danzarina que sabía llevar el ritmo con su cuerpo, el pulso con sus piesecitos y aplaudir a más no poder al final de cada canción. Y en otros, era un pajarito picoteando cuentas de colores por la vereda. Esta segunda personalidad complicaba a los bailantes padres y les hacía inventar toda suerte de malabares, pero eso sí, siempre al ritmo de Gilberto y su banda.
La música era un contagio que se desparramaba como un abanico. Toda la avenida danzaba, bailoteaban los balcones, se abrazaban y giraban los gurises, los amores, los amigos, los desconocidos, las luces, las almas.
Después de algunos bises Gilberto culminó y agradeció a Montevideo.
Con esa entrañable sensación rumbeamos hacia la plaza principal.

3 comentarios:

  1. Hay que haberlo vivido pa poderlo contar!!!
    Mucho más lindo el relato, que los canales! que -dicho sea de paso- no mostraron ni las gracias de Gilberto...

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  2. Ana, porqué no salen mis comentarios??A ver... me encanta este texto tuyo, como siempre nos transportas a tus mundos...gracias
    besos
    C

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