jueves, 1 de octubre de 2009

Su raro don.

La niña escribía apoyada en la maciza mesa de caoba roja. Escribía con una lapicera cilíndrica de cabo laqueado color bordó que se afinaba en lo alto. Cada tanto sumergía la punta de su pluma Lincoln de metal en el tintero de vidrio facetado y ésta salía teñida de negro. Espesamente teñida. El negro era profundo y tenía un nombre mágico en letras góticas: Pelikan. La niña pensaba que tal vez esa tinta estaba hecha con plumas de un pájaro negro como la noche, que así se llamara. Un ave de ébano o de azabache. De hecho no había ninguna otra tinta cuya escritura fuese tan perfecta, ninguna cuya marca sobre el papel fuera así de indeleble. Y la vibración que ella percibía al oirla deslizarse, seguramente era inmemorial.
Mientras el rasguido de la pluma quebraba el silencio del amplio comedor, ella veía reflejarse la lapicera y la mano sobre el espejo del lustre de la mesa al llegar a los bordes de la hoja.

“Parecen una misma cosa la lapicera y mi mano”, pensó.

El dedo mayor empezaba a mancharse. Sobre el incipiente callo, la piel era un negro mapa que se extendía. Lo miró como si fuera la primera vez.
Sonaba lejana la música clásica que salía de la radio.
De pronto sus ojos se focalizaron en el tintero. Encontraba en el frasco facetado una perfección dura e impúdica pero elegante al mismo tiempo.

“Cristal de roca”, reflexionó.

“C-r-i-s-t-a-l d-e r-o-c-a” musitó saboreando las letras de las fantásticas palabras.

Entonces comenzó a suceder. La mesa se alargó hasta el infinito desdoblándose y copiándose a sí misma con un barboteo extraño, algo nunca oído pero que era sin duda el ronquido de la madera al irse estirando, desperezándose mientras crecía. La lapicera se transformó en una verdadera pluma. No de ganso sino de pavo real. Verde atornasolada, con un ojo azul oscuro que la miraba atentamente mientras ella seguía escribiendo en un largo rollo de pergamino crujiente y amarillento. Los vestidos le pesaban sobre el brazo escribiente y le hacían sentir una gracia rara, pero no paraba. El ojo azul le decía cosas en un idioma antiguo y críptico que ella entendía a la perfección. El tintero mucho más grande y hermoso, de dibujos arrancados al cristal con talla única, fulguraba en sus facetas lisas y era brumoso en las restantes. Debajo de él un pequeño halo blanco brotaba mágico, caprichoso, y como una nube se desleía en el espacio.

“Incienso”, dictaminó con total certeza mientras se le estiraban las finas aletas de la nariz.

El aire se había vuelto pesado, verde oscuro, húmedo. Paredes de piedra color ceniza, trabajadas por excelentes silleros tomaron el lugar de las anteriores y preciosas telas bordadas con hilos de plata y oro colgaban de las grandes aberturas. Brisas heladas conmovían el lugar, siseaban entre los colgantes, le revolvían el cabello ensortijado, sacudían las cintas de la graciosa toca. Pero la niña no se detenía. Seguía escribiendo desde sus hermosas vestiduras antiguas, desde los encajes, los tules, las faldas y sobre faldas que se desparramaban a su alrededor sobre el piso cubierto de pieles.
Comandaba un ejército. Diseñaba la batalla. Exigía obediencia.
Podía oler la pólvora, la sequedad de la tierra levantada por miles de cascos, el acre sudor de sus valientes, la sangre derramándose, el valor, la fiereza. Podía ver las lanzas y los pendones flotando entre la confusión de la arremetida, en el polvo dorado de la tarde, cayendo, volviéndose a levantar, avanzando, siempre avanzando. Casi podía tocar los ayes de dolor o los gritos de entusiasmo, ver la muerte o la vida en el brillo violento de los ojos. La escritura no se detenía. Las palabras pasaban por su rostro y lo iluminaban o lo ensombrecían. Gestos desconocidos la poblaban. Toda ella era un caleidoscopio en el que pequeños cristales de roca organizaban sus colores creando y deshaciendo escenas en una narración interminable que venía de algún lugar hondo y extraño, más allá de sí misma, que pasaba a través de ella como un viento azotador, sin pedir permiso, pero sobre el que lograba encaramarse y como una reina brillar en el espacio.
Ella, la niña, la escritora, la reina, dadora de vida por su raro don.

2 comentarios:

  1. Ana ; lo volví a leer. Esta vez en tu Blog. Y siempre me resulta fascinante.Qué maravilla!

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  2. Es así, la escritura, una transformación... gracias Ana por regalarnos este espacio tuyo, volver a leerte es sanador...

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